1. Un arma de doble filo: victimismo y autoritarismo

Durante décadas desde el movimiento feminista se ha luchado por introducir cuidados y emociones en los movimientos político de base. Intentando salir de lo puramente productivo para intentar prestar atención a lo reproductivo, a ese trabajo de cuidados que queda invisibilizado en la lucha política y que ha tendido a ser realizado siempre por las mujeres.

Defendemos y defendíamos que, sin este trabajo imperceptible, los propios colectivos y las personas que los integran no sobrevivirían al día a día de la militancia. Este discurso se extrapola también al sistema económico completo que básicamente se ha basado en la apropiación del 100% de la plusvalía del trabajo reproductivo sin el cual el trabajo productivo y, por ende, el consumo, no podrían subsistir.

¿Y qué es el trabajo reproductivo? Pues, básicamente, lo que nos permite estar bien y sanas mental, emocional y físicamente. Desde un buen desayuno, a un entorno comprensivo, desde un “¿qué tal estás?” hasta cambiarle el pañal a un bebé, o tener los espacios comunes limpios en un piso compartido.

Los cuidados, por lo tanto, son condición necesaria y contingente para la vida, y por esto mismo, para la lucha política y el sistema económico también. Y nadie, por muy independiente que se crea, puede prescindir de ellos. Todo ello nos hace interdependientes del resto y del medio natural.

En las últimas décadas se ha introducido y valorizado este trabajo cada vez más dentro de los movimientos de base, o al menos se ha intentado, aunque los resultados puede que no hayan sido siempre positivos.

¿Qué ha pasado entonces? Desde mi opinión, principalmente lo que ha sucedido es una extensión del individualismo creciente impulsado por el sistema capitalista, que tristemente no nos es ajeno y está muy arraigado entre los entornos militantes.

Por un lado, nos hemos lanzado, desde el total desconocimiento, al apoyo emocional y la gestión grupal de los conflictos que surgían de la militancia política en colectivo. Existía (y todavía existe) una carencia absoluta de conocimientos o cultura sobre la gestión emocional y relacional de nosotras mismas. Partíamos de cero y lógicamente no se aprende en dos días, siendo más difícil aún en una atmósfera y entorno en el que, hasta entonces, todo lo que oliese mínimamente a sentimientos era por defecto menospreciado y calificado como mariconadas, y a quienes lo exponían, de nenazas. La lucha es dura, no hay espacio para estas sensiblerías.

Sin embargo, a base de pesadez y perseverancia, poco a poco, se han ido introduciendo cada vez más este tipo de preocupaciones dentro de la lucha. Pero… ¡peligro!, todo se pervierte y, supongo que por efecto rebote al rechazo inicial, parece que ahora hemos convertido la emocionalidad en nuestro sello identitario, con lo retorcido que esto puede llegar a ser basado en una mala interpretación de los conceptos de cuidados y emociones.

Y es que, señoras, hemos caído en la típica trampa patriarcal de creer que, si lo masculino y lo femenino son opuestos, y lo masculino/fuerte/racional/productivo lo criticamos y es malo, entonces lo femenino/ vulnerable/emocional/reproductivo lo ensalzamos y es la encarnación de la divinidad suprema.

Esta división binaria de lo femenino y lo masculino se basa en la perspectiva del feminismo esencialista, que, en mi opinión, se fundamenta en una reducción a lo absurdo y tiene una serie de connotaciones incongruentes con las prácticas que se defienden desde los feminismos autónomos:

  1. Es muy binario y dicotómico, y por tanto un reduccionismo muy
    patriarcal, ya que encasillar de esta manera excluye a cualquiera
    que salga de esta norma. Por no hablar de los tintes neocoloniales de esta misma tendencia dicotómica. Por ello, parece bastante contradictorio con una visión del feminismo que pretende romper con los esencialismos y con la normatividad impuesta por las estructuras de opresión: patriarcado, colonialismo y capitalismo.
  2. Es simplista hasta extremos sorprendentes, dada la complejidad de la sociedad y de la historia. Deberíamos ser capaces de generar un discurso político capaz de reflejar los grises que se presentan en la cotidianeidad.
  3. Un análisis político que de aquí nazca es muy peligroso y demagógico.

A pesar de que esta dicotomía parece que hace aguas por todos los lados de forma evidente, supongo que por sentimiento de revancha o por inmadurez política, hemos caído en perpetuarla, para reforzarnos en nuestra identidad límpida y santificada y, cómo no, usarla cuando nos ha venido bien para salirnos con la nuestra.

En infinidad de ocasiones se recurre a los sentimientos para cortar debates, callar voces discordantes, hacer sentir en inferioridad a la otra parte, etc. En millones de situaciones se apela al autocuidado, anteponiéndolo al cuidado colectivo, con fines puramente egoístas. Y ¿qué pasa? Que surte efecto, porque después de décadas de luchar para que los cuidados y las emociones sean tenidos en cuenta, ¿quién se atreve a rebatir cualquier intervención que apela a los mismos?

¿Os suena de algo? A mí sí, se llama autoritarismo.

Cuando se apela a cuidarse una misma por encima de un compromiso previamente adquirido, en una asamblea o en la organización de un evento, por ejemplo, lo que estamos haciendo es no cuidar al resto. Es aquí donde el angelito individualista ha ganado la discusión en nuestra conciencia y donde el sistema nos está ganando, pervirtiendo nuestro propio lenguaje y logros.

Todo esto tiene un gran peligro para la lucha feminista, ya que, si persistimos en esta perversión de los términos y las acciones, corremos el riesgo de desvirtuar y minimizar la importancia de lo emocional y los cuidados y, por tanto, de tirar por tierra todo el trabajo hecho por las que vinieron antes.

Si seguimos así, generaremos una reacción antagónica, un rechazo totalmente justificado a todo esto, y habremos retrocedido en la lucha por nuestras propias acciones y falta de responsabilidad individual y colectiva.

Con todo esto no pretendo denostar los autocuidados, es importante conocerse a una misma, nuestros límites y saber decir que no. Es esencial intentar que, en este aprendizaje de nosotras mismas, las que salgan perjudicadas no sean el resto. Pero no podemos caer en actitudes victimistas, enrocándonos en nuestra debilidad, usándola como herramienta de chantaje o excusa. Es una falta de consideración y respeto para el resto de compañeras, una falta de responsabilidad política.

Tampoco pretendo con esto defender que el colectivo está por encima del individuo, sino que debería estar cuanto menos en equilibrio. Asumamos que vivimos en interdependencia con el resto, con todo lo que implica. No se trata de negar la individualidad, ni de exaltar al colectivo, sino de entender que autonomía e interdependencia son dos caras de la misma moneda. Sin alguna de las dos, las personas no podríamos sobrevivir; e invisibilizar la interdependencia humana es invisibilizar el trabajo reproductivo.