2. Amor y consentimiento

Desde el movimiento feminista, otra de las grandes luchas ha sido acabar con los mitos del amor romántico. Somos la generación que ha nacido de las primeras parejas divorciadas, aunque nuestras abuelas mueren la mayoría casadas. Hemos crecido todavía bajo la influencia de las sumisas y pacientes Princesas Disney, mientras a la vez veíamos a las empoderadas niñas de la banda del patio, pipi calzaslargas, etc.

Vaya, que tenemos un lío mental cuanto menos un poco contradictorio en cuanto a referentes. Es normal, supongo, que a la hora de cuestionar los patrones establecidos de las relaciones sexo-afectivas, no sepamos ni para qué lado nos sopla el viento.

Cuestionamos la monogamia y la exclusividad, repudiamos los celos y negamos la idea de un único amor o la famosa media naranja. Pero en el intento de hacer todo esto sufrimos y hacemos sufrir al resto. Principalmente porque nuestro análisis de lo negativo de la monogamia parte de un enfoque neoliberal de las libertades.

Es frecuente que en los entornos autónomos nadie asuma o confiese que tiene pareja. Y hay una tendencia, cada vez más preocupante, de confundir el compromiso con una persona, o con varias, como un atentado contra la libertad individual de cada una. Esto nace de la confusión entre el concepto de fidelidad y el de lealtad, pero también de no querer renunciar a ninguno de los privilegios de estar sola, y a no asumir que cualquier tipo de relación implica unos cuidados y una responsabilidad hacia las otras personas. Mientras, se pretende disfrutar de todas las atenciones y cuidados de las otras personas. Es decir, se denigra la reciprocidad de las relaciones y se asume que compromiso = amor romántico, cuando más bien es todo lo contrario.

Las connotaciones negativas de la palabra pareja nacen en su mayor medida, al menos por lo que puedo observar en mi gente cercana, por traumas no superados y malas experiencias en relaciones pasadas. Es frecuente que las primeras relaciones sexo-afectivas sean muy turbias, tóxicas y, en fin, un escenario de prueba y error. Al fin y al cabo, son las primeras y nadie nace sabiendo. Mucho menos con la nula educación emocional que recibimos y la cultura patriarcal en la que crecemos, pero, que de ahí pasemos a demonizar la palabra, parece un poco exagerado.

Obviamente, no defiendo que aguantemos situaciones de maltrato y toxicidad simplemente porque sean las primeras relaciones. Lo que quiero recalcar es que el problema de las relaciones no es la palabra que las define, sino las dinámicas que generamos en ellas. Y este problema no se esfuma porque no bauticemos a nuestra relación como “pareja”, sino poniendo atención a la importancia de cuidar a la otra persona y nuestros límites.

Deconstruyamos su significado para hacerla más amplia, incluir cualquier tipo de relación, sea abierta, poliamorosa o monógama, en los términos y condiciones que nos parezcan oportunos en cada momento.

Esto no quiere decir que abogue por las relaciones infinitas o “hasta que la muerte nos separe”, sino que, duren lo que duren las relaciones, hay que cuidar a las personas y asumir el tipo de relaciones que tenemos y, si nos da miedo la palabra pareja, no pasa nada, pongámosle otra, pero seamos sinceras con el tipo de relaciones que mantenemos y las implicaciones de cuidados, expectativas y proyectos que implican.

En estos entornos se ha puesto de moda tener relaciones abiertas, como si fuese lo más fácil del mundo, o ahora, toda persona tuviese que ser poliamorosa. Esto, por un lado, ha permitido que aquellas que sí que lo somos podamos estar con varias personas sin el sentimiento de culpa que esto conlleva o sin tener que autorreprimirnos, lo cual es un gran avance.

Sin embargo, hemos caído en el lado opuesto, en el que ahora las que tienen que autoreprimir o negar sus sentimientos somos las que a lo mejor no estamos tan convencidas del poliamor o no tenemos la necesidad y las ganas de varias relaciones sexo-afectivas simultáneas.

¿Y esto qué genera? Pues sobre todo mucho dolor. Porque que la no monogamia sea la moda dominante implica que muchas no sean honestas respecto al verdadero tipo de relación que quieren, o se conformen con relaciones abiertas que no son lo que realmente querrían.

Esto a su vez implica relaciones tóxicas y desiguales, en las cuales a menudo se reprocha esta no exclusividad a través del chantaje emocional, vaivenes relacionales y mareos varios, que sumen a la otra persona de la relación en una agonía y angustia perpetuas.

Con esto no quiero culpabilizar a las monógamas, ya que creo que la responsabilidad es compartida. Nos hemos creído que se ha abierto la veda al consumo relacional y una vez más se nos ha olvidado que, como en otros ejes del feminismo, el cuestionamiento del amor romántico pasa por poner los cuidados en el centro.

Es decir, que ahora seamos más tolerantes y abunden las relaciones no exclusivas no quiere decir que no haya que tener cuidado y respeto por las emociones de las demás, porque toda relación implica cierto grado de compromiso consensuado por ambas partes y los celos de la otra persona, con la que mantenemos una relación, son algo a trabajar entre ambas.

Apelar a nuestra libertad individual para excusarse de los cuidados no justifica no responsabilizarse del daño que le podemos hacer a otra persona, simplemente es ser una capulla. Evidentemente, cuidar, como bien lleva reclamando el feminismo durante mucho tiempo, es un trabajo (invisibilizado, sí, pero un trabajo) y requiere esfuerzo, tiempo y dedicación. Es normal que mucha gente se lo quiera ventilar y no hacerse cargo de este trabajo, pero no hacerlo implica perpetuar actitudes patriarcales y neoliberales en el ámbito de las relaciones.

En el mundo de la piruleta, cada una deberíamos poder mantener el número de relaciones que queramos del tipo e intensidad que elijamos, conformando una red afectiva sana y duradera donde el eje central no sea la pareja. Para esto es fundamental ser honestas con nosotras mismas, con respecto al tipo de relaciones que queremos y que somos capaces de mantener en cada momento vital, y posteriormente serlo con el resto para construir relaciones sanas, lejos de la lógica consumista y de reproducir actitudes tóxicas.

¡Pero ojo!, cuidar a otras personas y esperar que nos cuiden, no significa tener una tolerancia cero al rechazo. No le podemos gustar a todo el mundo y, mientras nos lo comuniquen con cuidado, el rechazo no debería ser malo en sí mismo.

Tristemente, somos testigos de cómo en ocasiones se utiliza el propio discurso feminista como arma arrojadiza y no son pocas las veces que amigas nuestras acusan de falta de cuidados o de agresora a la persona con la que mantenían una relación sexo-afectiva, cuando esta persona ya no quiere mantenerla más. Es una práctica grave que debería tener una fuerte contestación desde los entornos feministas, pues, no solo son acusaciones infundadas e injustas que pueden hacer mucho daño a la otra persona, sino que además ponen en peligro la legitimidad y gravedad de las agresiones al banalizarlas, creando una respuesta reaccionaria frente a ellas.

Si nuestro ego es tan frágil que no puede soportar una negativa, tendríamos que trabajar en esto, porque es responsabilidad propia de cada una.

Vale, sí, muy bien, yo aquí dando lecciones, no es mi intención sentar cátedra sobre asuntos tan complejos y difíciles de asumir, pero quedarnos a medias, hablar mucho y hacer poco, o aprovecharnos de la moda del poliamor para dejar un rastro de exs emocionalmente traumatizadas a nuestro paso y tener nuestro ego muy bien alimentado… no sé a ti, pero a mí no me acaba de convencer, así que…

¿Cómo hacemos todo esto?

Pues la verdad es que ni idea, no hay una solución mágica general y no nos han educado para esto, pero a base de intentarlo, fallar y volverlo a intentar, cada una puede encontrar su manera de querer bien a la gente. Fallar, fallamos todas. Todo el mundo tiene un proceso de aprendizaje y, habiendo siendo educadas en nuestro entorno social y cultural, es imposible que lo hagamos bien a la primera. Pero esto tampoco es una excusa para acomodarnos en dinámicas relacionales tóxicas.

Hay quien dice que tenemos que hablarlo todo, tooooodo el rato. En mi opinión la comunicación es importante, pero deberíamos incluir también la comunicación no verbal dentro de nuestros criterios. Sé que esto es peliagudo, pero hay para gente que es más fácil verbalizarlo todo que para otra, y puede que haya también otras formas de comunicación poco exploradas.

A mí personalmente, me produce cansancio mental la idea de tener que verbalizarlo todo, me parece que no siempre es necesario y que convierte nuestras relaciones en mecánicas, forzadas y poco espontáneas, siendo a menudo también una forma de tirar balones fuera y, a través de tanta verbalización, depositar la responsabilidad exclusivamente en la otra parte, porque “ah, yo ya lo he hablado y ya está todo bien, ¿no?”.

Por esto me perturban las defensoras de la verbalización absoluta, ya que, frecuentemente, me ha parecido que se utiliza como estrategia de victimización tanto por la parte que verbaliza (“el típico pobrecita de mí que…”) como por la que lo recibe (No hay cosa que más me joda que contarle a alguien algo que me ha sentado mal y que esa persona empiece a fustigarse con lo mala que es y, así, sin darme cuenta, acabar siendo yo la que consuela). También a veces parece que, con hablar de algo, ya está, ya se soluciona y chimpúm, y no, no, amiguis, eso no es tan fácil.

Sin embargo, hay muchas otras cosas de las que sí que hay que hablar, y hay otro sector de gente que se excusa en no haber recibido un mensaje verbal claro para imponer su voluntad o pretender no comprender el lenguaje no verbal para hacer la suya y esto es muy chungo, porque “solo sí es sí” aunque hay muchas maneras de expresar este “sí”.

Este tema se vuelve 100 veces más complicado cuando hablamos de consentimiento sexual. Muchas situaciones de conflicto o agresión suceden por una falta de entendimiento en las relaciones sexuales, por dar las cosas por hecho, por restarle valor a otras o directamente por hacerse el longuis.

Es evidente que la comunicación verbal es importante a la hora de comunicar los límites y es esencial para que situaciones de agresión o violencia no se den, siempre que todas las partes estén dispuestas a escuchar. Sin embargo, y sobre todo por experiencias de la gente de otros territorios, donde esta verbalización está integrada en las prácticas sexuales de mucha más gente que aquí, da la sensación que se está cayendo en un hermetismo y falta de espontaneidad graves en el sexo, por una excesiva verbalización de todo, y porque el miedo ha impregnado nuestras relaciones.

Parece que obviamos que en nuestras relaciones vamos estableciendo consensos implícitos en muchos casos, que asientan el tipo de relación y las formas de comunicación válidas en él. Por tanto, en las relaciones el lenguaje no verbal cuenta, o debería contar, tanto como el verbal a la hora de expresar, por ejemplo, si nos apetece tener relaciones sexuales con alguien o hasta donde queremos que estas lleguen, pues estos consensos implícitos se van integrando en la propia relación.

Creo que el movimiento feminista ha pasado por varios momentos muy valiosos a la hora de tomar conciencia sobre cómo ponemos y respetamos los límites propios y de las demás. Desde el “no es no” al “solo sí es sí”, que apuntan a la importancia de la verbalización del consentimiento, sin embargo, creo que hay que ir más allá y no deslegitimar el valor del lenguaje y el consentimiento no verbal, o la falta de él, pues de esta forma ponemos el énfasis en la responsabilidad de cada una de empatizar y cuidar de la otra persona como premisa necesaria a la hora de relacionarnos y no damos espacio a la excusa de la no verbalización de la falta de consentimiento, para justificar pasar por encima de los límites de la otra persona. Es una propuesta para poner y señalar que la responsabilidad, una vez más, no es de la persona que recibe la violencia, sino de la que la perpetúa, en este caso por no querer darse por enterada de la negativa de la otra.

Luchemos por conseguir la situación ideal en la que el miedo no sea nuestro motor, sino la empatía. Una situación en la que se preste atención tanto a las formas de comunicación verbales como no verbales, donde se respeten los límites sin más, sin excusas y sin parafernalias. Y para esto, una vez más, lo primero es el trabajo de aprendizaje personal de cada una para comprender, empatizar y respetar a la otra persona.

Para conseguir esta situación ideal, es necesario tener en cuenta la realidad y el contexto de las demás, pues tanto el origen cultural como los hábitos o las diferencias generacionales suelen implicar diferencias a la hora de comunicarnos y, por tanto, requieren una mayor sensibilidad a lo que la otra persona nos está transmitiendo.

En resumen, que esto no es tan complicado. Lo más útil parece relacionarnos desde la humildad, asumir que nadie quiere nada hasta que se explicite verbal, o no verbalmente lo contrario, en vez de partir del punto opuesto. Bajemos un poco nuestros egos y lo mismo conseguimos relacionarnos de formas más sanas sin perder espontaneidad y desde la empatía, no desde el miedo a hacer algo mal o al rechazo.